martes, 8 de septiembre de 2009

La mujer del señor Pachorra

“Mi mujer y yo nos queríamos mucho. Durante más de diez años de casados, la pasión se había ido apagando, la cotidianeidad de nuestro taciturno hogar pesaba sobre nosotros, como el silencio aplastante de la falta de hijos. Diariamente regresaba de mi oficina para encontrarme con mi mujer a la puerta de la escuela en que daba clases, y nos quedábamos en casa a mirar la televisión y cenar un platillo instantáneo, mientras intercambiábamos las relevancias del día.
Por esa apatía que me embargaba y estaba volviéndome loco, después de una sesión de cópula convencional, me dejé llevar por las pasiones del momento, y empecé a toquetearla como cuando éramos adolescentes y todo era nuevo y prohibido, así que jugué un poco con su imaginación para estimular su erotismo. Al principio ella se mostró sorprendida pero no le molestó en absoluto que mis exploraciones comenzaran a ser fuera de lo común, y poco a poco, fuimos definiendo los roles: ella me trataba como le venía en gana y yo era su esclavo sexual.
Nuestros rituales, que había iniciado con caricias fuertes y pellizcos, se intensificaron hasta llegar a mordiscos y arañazos, culminando en nalgadas fuertes y sonoras que se estampaban en mis posaderas cada que yo rogaba por más.
También el vestuario de ella se había transformado. En un principio usaba esos conjuntillos de supermercado, pasando por los bikinis de marca, el terciopelo, los ligueros y las tangas.
Asimismo, nuestros juguetes también fueron cambiando conforme a las necesidades o pasiones de momento... Primero el plumero con el que mi mujer desempolvaba los muebles, pinceles para acariciar la piel de manera delicada y después un peine duro para sentir cada púa clavarse en la carne, una mascada de seda para cubrir los ojos o la boca, las sábanas usadas para amarrar las manos...
Realmente nos estábamos divirtiendo mucho. Especialmente yo, pues antes de esas correrías, secretamente fantaseaba con tal o cual jefa de sección, pero ellas no eran nada en comparación con mi amazona, ninguna podría haberme mangoneado u ordenado algo y que yo sintiera excitación en cumplir el mandato. Y después de unas dos semanas, todos los días, después del trabajo, literalmente corría a casa para ver a mi mujer, presa de una ansiedad y un vigor que sólo había conocido en mis años mozos.
Sin embargo, a medida que los retozos se intensificaban, comencé a reclamar mayor ardor en lo que hacíamos, como el adicto que necesita otra dosis de droga después de que el efecto termina. Una de esas noches pedí mucho más. Y mi esposa, aunque complaciente en los menesteres de causar dolor, se contrarió un poco cuando le confesé mis deseos más enfermos.
Deseaba ser atado a la cama con esposas de acero, que me pusiera una bola con una correa de cuero en la boca mientras me golpeaba con un látigo de nueve colas, además ella debía usar un ajustado traje de cuero y unas zapatillas con tacón de aguja de once centímetros de alto y unas máscaras completarían el atuendo. Y ella me lastimaría tan salvajemente, me lamería y me mordería contra mi voluntad, hasta hacerme sangrar si así lo deseaba; con una delgada punta de acero marcaría su nombre en mi piel como un tatuaje de amor y dolor entre los dos. Luego me patearía y me diría que me amaba. Lo haríamos violenta y salvajemente, como nunca en la vida lo habíamos hecho.
Para ese momento, el rostro de mi esposa estaba un poco descompuesto. Sonrió con dificultad y me dijo: ‘mañana veremos’. Mi emoción se tradujo en una mal disimulada erección y sonrisa de oreja a oreja.
Todo el día siguiente, estuve como un niño esperando a los Reyes Magos. En el trabajo no podía dejar de pensar en otra cosa que no fuera mi señora, poseyéndome en traje de amazona y haciendo de mí un guiñapo.
Cuando llegué a casa esa tarde, me esperaba en la sala, con el traje de cuero y los tacones.
–Estuve pensando en lo que me pediste y creo que hoy vas a sufrir más que nunca en la vida –dijo con una sonrisa maquiavélica.
Inmediatamente me despojé de la ropa y comencé a besarla con pasión, pero ella me arrojó lejos de sí con expresión de enojo.
–Estás portándote muy mal, y tengo que enseñarte a ser bueno –dijo sacando un látigo de quién sabe donde, empuñándolo frente a mí. –¡Arriba! –gritó con voz de arpía, mientras yo subí a trompicones las escaleras, emocionado por el juego.
Me esposó a la cama y clausuró mi boca con unas correas increíblemente ajustadas. Luego me arrancó de la ropa que aún conservaba puesta, y comenzó a vociferar, mientras sacaba los juguetitos que había adquirido esa tarde.
–Aquí está la punta de acero, –siguió ella – tengo un tenedor para pinchar tus flojas nalgas, un látigo de cuero para azotarte por no comportarte decentemente frente a una dama. Y creo que también voy a pisarte un poco con mis nuevas zapatillas. Te voy a meter este vibrador por el culo hasta que llores de dolor, y voy a morderte todo como si fueras un caramelo...
Yo estaba a punto de llorar, ¡pero de felicidad!. Casi hubiera deseado que ella me lanzara un escupitajo. Pero sólo sonrió, y con malévola mueca, hizo la cosa más horrenda, abyecta, deleznable y despreciable. Nunca se lo perdonaré...”

–Bueno, señor Pachorra ¿no era eso lo que usted deseaba desde un principio? ¿Qué fue eso tan doloroso que pudo haber hecho como para que usted quiera divorciarse?

–... dijo que iba a causarme el mayor dolor posible y lo logró. Se largó de la habitación y me dejó ahí, desnudo, atado, ansioso y con un tremendo dolor de huevos que no se me quitó en dos semanas...–

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